Cuando subí a la terraza de Carlos sentí que estaba entrando a otro mundo. No había cemento, ni sillas plegables, ni ese aire a “terraza porteña”. Había vida. Verduras, aromáticas, frutales, flores, todo creciendo al mismo tiempo y en todos los niveles posibles. Una densidad verde que te obliga a frenar y mirar. Así conocí a Carlos, el creador de Huerta Orgánica, un espacio que hoy inspira a miles de personas a producir su propio alimento, incluso en la ciudad.
Mientras charlábamos, me contó que su historia empezó mucho antes de que la huerta se volviera su trabajo. Carlos es electricista, y en esos ratos libres, antes de la pandemia, subía al techo con una escalera y unas pocas macetas improvisadas. Empezó por el compost, como empiezan muchos, y después siguió sembrando lo que tenía a mano. Aprendió probando, equivocándose, corrigiendo y volviendo a probar. Nada muy distinto a cómo se aprende a cultivar.
Cuando llegó la pandemia y el trabajo de electricista se frenó, la huerta pasó de ser un refugio personal a convertirse en una salida laboral. Empezó a fabricar cajones y composteras de madera, y con su matrícula podía entregarlos directamente en casas y edificios. Fue armando huertas en balcones, terrazas y patios. Y, casi sin darse cuenta, nació Huerta Orgánica como comunidad, proyecto y camino.
En la charla también me contó su paso hacia un enfoque que hoy trabaja con mucha pasión: la huerta en tierra y la huerta sintrópica, o bosque comestible. Este sistema se inspira en los bosques naturales: frutales, arbustos y hortalizas conviven en capas, se acompañan y se sostienen. La materia vegetal cae, se descompone y alimenta el suelo. Es un sistema que se regenera solo. La biodiversidad hace el trabajo que en otros modelos hacen los insumos externos. Es, en pocas palabras, una huerta que se alimenta a sí misma.



Ese modo de entender el cultivo es el que hoy enseña en su huerta-escuela en Villa Pueyrredón. Allí da talleres, vende plantines, herramientas, tierra lista para usar, y sobre todo, comparte la idea de que cualquiera puede empezar, aunque solo tenga un pequeño espacio. Su objetivo es simple y enorme a la vez: que más personas recuperen el vínculo con la tierra.
Hoy Carlos vive de este proyecto. Su cuenta de Instagram supera los 416 mil seguidores, pero su verdadera fuerza está en esa terraza que dejó de ser terraza para convertirse en un laboratorio vivo. Su historia es un recordatorio de que a veces una escalera, unos baldes y el deseo profundo de comer mejor pueden cambiar el rumbo entero de una vida.
















